El Nuevo Herald
Apr. 17, 2005

Los rostros que ensangrentaron el Mariel

RUI FERREIRA
El Nuevo Herald

Si el 2 de abril de 1980, cuando un grupo de cubanos embistió con un autobús la cerca de la Embajada de Perú en La Habana para pedir asilo político, no hubiera quedado atrás el cadáver de un policía caído por el fuego cruzado de los custodios de la sede, la historia tal vez hubiera sido distinta.

Pero con un cadáver de por medio, a los corresponsales extranjeros que en esa época pululaban por la capital cubana les quedó claro enseguida que al gobernante cubano Fidel Castro se le había presentado una oportunidad de oro para contrarrestar el impacto que la presencia de 10,000 personas en los predios de la embajada, gritando ''libertad'', tendría en la sociedad cubana.

Desde el inicio del año La Habana era un nido de rumores. Grupos de cubanos habían intentado penetrar en las embajadas de Venezuela, México y Ecuador --todos países firmantes de convenciones de asilo político-- en condiciones que no siempre estaban claras para los observadores, tanto por la falta de explicación por parte del gobierno cubano como de reacción del incipiente movimiento disidente, básicamente organizaciones de derechos humanos.

La primera reacción de Castro al ingreso de esos seis cubanos en la embajada peruana, fue un editorial en el diario oficial Granma que no sólo anunció la retirada de los custodios de la misión diplomática, dejándola a merced del que quisiera entrar, sino que a la vez dio inicio a una sucesión de editoriales durante seis meses que se transformaron, virtualmente, en un diario de los acontecimientos de aquella época.

Y fue precisamente en uno de esos editoriales donde nació la idea, y la orden, de la realización de las ''marchas del pueblo combatiente'', una movilización multitudinaria que en tres ocasiones en menos de un mes intentó dar al mundo una imagen de la ''unidad política'' de la población con el gobierno y demostrar su rechazo a los miles de cubanos que querían abandonar el ``paraíso socialista''.

Todo comenzó una semana después que el grupo entró a la embajada, con una consigna lanzada en la portada de Granma que rezaba: ''Ahora entrará en acción el pueblo''. La consigna era una interpretación subliminal al hecho de que mientras miles de cubanos se apretujaban en los predios de la embajada peruana, el resto de la población se mostraba apática, e implicó también que ''los revolucionarios'' habían perdido el control de la calle, algo inconcebible para el sistema.

La primera manifestación se realizó el 19 de abril a lo largo de la Quinta Avenida, en Miramar, en un momento cuando el régimen conmemoraba su victoria de Bahía de Cochinos, 19 años antes. Desde temprano en la mañana, miles de personas, congregadas por sus centros de trabajo, de estudio o los comités de defensa de la revolución, comenzaron a concentrarse en el Malecón habanero, en una zona cerca de Quinta Avenida.

Avenida.

Fue el momento en que también se lanzó otra consigna, que prácticamente se transformó en el leitmotiv de todo el proceso del Mariel. Gritaban a pleno pulmón: ''Que se vaya la escoria''. Cerrada desde el 4 de abril al acceso normal del público, la calle de la embajada peruana fue abierta para el desfile de la manifestación que duró casi hasta el anochecer.

Desde el exterior era difícil ver hacia el interior, pues el gobierno había rodeado la embajada con un cordón policial triple. Pero años más tarde, una de las cubanas que entró en el primer grupo habría de recordar cómo toda la gritería resonó en el interior del edificio y el jardín de la embajada. A veces, era posible distinguir alguno que otro rostro, encaramado en el techo del edificio, y cada vez que era detectado, la gritería del gentío se dirigía hacia ese rostro que, además, era ametrallado con todo tipo de epítetos.

La marcha reflejaba un ambiente muy politizado, con banderas, carteles y una organización que demostraba una buena preparación, pero en ella también había un cierto ambiente de paseo. La gente iba a la marcha porque tampoco tenía que trabajar, y no pocos escondieron sus verdaderos sentimientos porque sabían que su presencia era vigilada estrechamente. De hecho, a manera de constancia del dudoso honor de asistir a las marchas, el gobierno creó un diploma por cada una que fue entregado cuadra por cuadra.

Para la mayoría de los corresponsales extranjeros, la primera marcha fue un descubrimiento. Entre otras razones porque delante de sus ojos salió a relucir un matiz totalmente desconocido en ciertos sectores de la población. Habituados a palpar un pueblo aparentemente alegre y despreocupado, en una revolución que se autoproclamaba popular y noble, ese día los reporteros extranjeros vieron por primera vez el odio o algo similar en grupos de ciudadanos, tal vez agitadores. Las cámaras fotográficas no lo pudieron ocultar. Pese a las consignas oficiales, el gobierno no hizo ningún esfuerzo para detener los insultos personales y, más tarde, los actos de violencia callejera. La prensa oficial lo justificaba diciendo que se trataba de una reacción natural ``del pueblo enardecido''.

La segunda marcha fue realmente una celebración rutinaria del 1ro. de Mayo, Día del Trabajo en Cuba, pero en versión ampliada, o sea, con más gente, con mayor movilización. En la Plaza de la Revolución, especie de pulmón político del régimen, se volvió a concentrar una marea humana para escuchar el discurso del gobernante Fidel Castro, el cual no tuvo más trascendencia que la de mencionar, por primera vez, detalles del hacinamiento de 10,000 personas y sus terribles condiciones sanitarias. Los corresponsales ya sabían de la situación, pero la prensa oficial las había omitido. A partir de ese día y hasta el fin del puente marítimo, Granma publicó una pequeña columna en primera página donde daba ese tipo de información, siempre con una gran carga de desprecio hacia los asilados.

El rechazo a quienes se iban del país fue siempre una constante en todo el proceso propagandístico de esas jornadas. A los ojos del gobierno, los que querían irse, además de escoria eran, invariablemente, homosexuales, prostitutas, ladrones, desclasados o antisociales. La campaña de descrédito también abarcó a los líderes políticos extranjeros que manifestaban su apoyo a los que querían abandonar la isla. Los presidentes de Estados Unidos y de Costa Rica, Jimmy Carter y Rodrigo Carazo, fueron los blancos favoritos. Tan pronto este último dijo que estaba dispuesto a recibir a algunos asilados, la prensa local comenzó a decir que iban ''todos p'al c. . . .'' Y en un chiste que se hizo popular, Carter pasó a ver su nombre asociado a la palabra ``carterista''.

La tercera marcha fue el 17 de mayo delante de la Sección de Intereses de Estados Unidos. Habría sido un poco más de lo mismo si el gobierno no hubiera manifestado preocupación por algunas de las imágenes --del hacinamiento en la embajada peruana y los barcos saliendo hacia Estados Unidos-- que estaban trasmitiendo las televisiones en todo el mundo. Fue cuando decidieron que esa tercera marcha contaría con la participación de intelectuales extranjeros que volaron expresamente a La Habana y durante días se repartieron alegre y despreocupadamente por los diarios y televisión locales, recordando a los cubanos que los que se iban del país estaban abandonando el ''paraíso'' porque ellos venían del ''infierno''. A donde regresarían, por cierto, también contentos y despreocupados, días después para llevar ''el mensaje de este pueblo maravilloso'' de Cuba.

Rui Ferreira fue en 1980 corresponsal en La Habana del Diario Popular, de Lisboa.