El Nuevo Herald
miércoles, 26 de noviembre de 1997

'Cultivo una rosa blanca,' escribió Mas

LIZ BALMASEDA
Redactora de El Nuevo Herald

Una docena de rosas blancas llegó a mi escritorio un miércoles por la tarde el año pasado. Tenían un color cremoso, majestuosas y un origen misterioso. Era el 11 de septiembre, que no es mi cumpleaños ni es Día de San Valentín.

Me hizo sentir asombro la tarjeta que venía con las flores. Tenía escrito mi poema favorito de José Martí, un verso sobre la paz.

Y empecé a leer en español:

"Cultivo una rosa blanca,
En julio como en enero,
Para el amigo sincero
Que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca
El corazón con que vivo,
Cardo ni ortiga cultivo:
Cultivo la rosa blanca''.

El nombre que venía en la tarjeta estaba impreso en tinta sepia: Jorge Mas Canosa. Y el presidente de la junta directiva de la Fundación Nacional Cubano Americana (FNCA) firmó con tinta azul, simplemente, "Jorge''.

Fue un curioso gesto por parte de un hombre a quien había criticado enérgicamente por acciones que yo consideraba intransigentes, chauvinistas, motivadas por el deseo de poder, por la vez que él ayudó a mediar en el establecimiento de los campamentos de refugiados en Guantánamo, por su lucha contra el periódico, por cosas que ya no importan. Pero acepté las flores y le mandé una nota dándole las gracias.

La última vez que había visto a Mas Canosa o hablado con él había sido varios años antes, en Washington, D.C. Yo estaba entrando al tren subterráneo de la capital con la congresista Ileana Ros-Lehtinen, y él se estaba bajando. Nos saludamos brevemente con la mano cuando el tren se alejó. Pensé que era una imagen apropiada, ver a Mas Canosa por un momento en las mismas entrañas del Capitolio. Se veía vigoroso, apresurado, y en su elemento.

Las rosas llegaron el día que yo elogié en mi columna el papel que él jugó en el histórico debate que se había trasmitido por CBS Telenoticias la semana previa. Ante los 14 millones de televidentes de esa cadena, Mas Canosa, con gafas puestas, la emprendió con Ricardo Alarcón, presidente de la Asamblea Nacional Cubana y miembro del Comité Central del Partido Comunista.

A diferencia del mezquino y frecuentemente descarado confidente de Castro, Mas Canosa tomó en serio su papel en la confrontación. Era obvio que se había preparado meticulosamente para el programa: complementaba sus argumentos con nombres, fechas y detalles sobre abusos de derechos humanos. Nunca se rebajó al nivel de Alarcón, a sus insultos ni a su retórica. Había demasiados hechos que reportar.

Esto no fue un discurso improvisado de los que él acostumbraba a pronunciar por la radio cubanoamericana de Miami, ni como esperaban algunos, una táctica propagandística para sus fundación. El debate no solamente reveló la falta de respeto del gobierno de Castro por las discusiones inteligentes; reveló también que Mas Canosa sentía tanto respeto por el público como por su causa.

Creo que fue el momento más brillante de su pugna con el régimen de Castro. Fue una síntesis de su vigoroso liderazgo. El fue la figura política que sacó del pantano la imagen del exiliado cubano y la llevó hasta la Casa Blanca, que propugnó la militancia sin violencia, que dirigió un proyecto radial que llegó a galvanizar a la isla, que aprendió el juego del sistema norteamericano mejor que cualquier otro exiliado cubano. Y su dogma provocó tanta adulación como rencor.

Después de aquel debate, aparentemente Mas Canosa se fue desvaneciendo. Su ausencia ante cámaras y micrófonos tenía indicios de una expectativa fatal. En medio de mucha especulación sobre su salud hace unos meses, su familia compró la Torre de la Libertad. Parecía que no sólo estaban adquiriendo un monumento histórico, sino también conmemorativo.

El fallecimiento de Mas Canosa me ha impresionado a un nivel que nada tiene que ver con actos políticos ni empresariales. Es como sentir simpatía sin hacer aclaraciones sobre rencillas pendientes ni escándalos prolongados.

Su muerte me afecta a nivel de exiliada cubana, por motivos que rara vez llegan a los titulares. Una vez más hemos sido testigos de la fuerza equilibrante que tiene una muerte fuera de Cuba.

La historia marcará, por cierto, el fallecimiento de un personaje tan influyente. Pero interiormente sabemos que Mas Canosa es sólo uno en una larga lista de exiliados cubanos enterrados fuera de la isla, anónimos con más frecuencia que lo contrario, y casi siempre muy decepcionados.

De nuevo el Himno Nacional de Cuba se escuchó en suelo extranjero. Se escribió otro obituario de un exiliado en Miami. ¿Cuántos han muerto esperando? Con su muerte, Mas Canosa se ha convertido en epítome del desplazamiento.

Por eso, en el día de su muerte, los tambores africanos sonaron especialmente tristes en La Pequeña Habana. Por eso incluso aquéllos que rara vez lo aplaudían cerraron los ojos en una oración. Creo que esa noche los exiliados rompieron filas y, sin fijarse en conflictos, se pusieron todos del lado de él.

Ahí estoy yo también. Y aquí, en las entrañas del periódico que tanto él criticó, cultivo una rosa blanca.

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