Expreso (Guayaquil)
28 de junio de 2005

Esquinas para morirse del miedo

La Policía tiene identificados los cinco sitios donde más roban en la capital del Guayas

Al infernal sonido de los pitos ahoga el grito de los vendedores de toda laya
que circulan tomándose la calle, como en una procesión sin fin de cuerpos
errantes. Ajeno a ello, un hombre de tez morena y ojos escurridizos evacúa sus
apuros estomacales detrás de un quiosco ante un grupo de mujeres que se cubre
los ojos con las manos y las carteras antes de tomar un bus.

Mientras esto sucede, y sin poder reaccionar, Alberto N., un joven guardia de
seguridad, siente un brazo fuerte que lo sujeta por detrás, inmovilizándolo a
la altura de las vértebras cervicales. La presión sobre su cuello es tal, que
difícilmente puede respirar. Alberto cae al piso, inconsciente, delante del
tumulto de gente que ignora su suerte. Segundos después, reacciona. Es tarde.
Los ladrones han vaciado su cartera y se han llevado todo, incluido el celular.

Una cuadra más abajo la historia se repite. Igual pasa en la vía a Daule a la
altura de la Librería Cervantes, en Tungurahua y Gómez Rendón y en la 14 y
Capitán Nájera. Pero como en la vieja canción de salsa, aquí nadie, ni el
distraído mulato que aligera la carga de sus detritus detrás del quiosco, ha
visto y oído nada.

Según datos de la Policía, la esquina de las calles Machala y Clemente Ballén,
en pleno centro de Guayaquil, a solo cuatro cuadras de la zona regenerada, es
uno de los cinco sitios donde más robos callejeros se producen al año en la
ciudad.

El índice de atracos en la calle se ha disparado a niveles insostenibles.
Mientras en 2004 se produjeron 4.920 asaltos callejeros, a un promedio de 13,5
por día, las autoridades revelan que en el último mes se alcanzó la cifra
récord de 57 diarios, uno cada 25 minutos. Para poner un ejemplo, la ciudad de
Nueva York, la capital mundial del crimen, registra uno cada 10, con una
población ocho veces mayor que la de Guayaquil.

En Machala y Diez de Agosto, ni las vendedoras de toda suerte de loterías
escapan a la acción de los asaltantes. Testigo de ello fue una asustada mujer
que prefirió omitir su nombre por seguridad: “de repente me vi rodeada de
varios niños. Me arrancaron los boletos. Y nadie dijo ni hizo nada”.

La mayoría de estos menores actúa bajo el efecto de las drogas o de
inhalaciones de cemento de contacto. Una vez que se percata de los robos, la
gente prefiere apresurar el paso y escapar, antes que solidarizarse con las
víctimas: “hay un riesgo muy alto de que te hagan algo más que robarte”, afirma
un anónimo transeúnte.

A las 18:00, cuando el cielo adquiere un leve color naranja en el horizonte, el
riesgo de asalto en estos sitios se dispara a más del doble. La brisa, propia
de la estación seca, corre cada vez más fuerte. La gente espera el bus con las
monedas en la mano echa puños.

¿Por qué? Las bandas de jóvenes pasan golpeando los brazos de la gente para que
arrojen las monedas al piso. A más de uno le toca regresar a pie a sus casas
después de estos asaltos.

En estos lugares la presencia policial es nula. Una que otra patrulla pasa
fugazmente por el sector, mientras los ladrones corren a refugiarse en guaridas
de casas abandonadas sobre las calles Sucre y Antepara.

Pasadas las 18:45 la pestilencia aumenta en medio de la humareda que producen
las cocinas ambulantes de los vendedores de canguil y chuzos de carne y de
gallina. A esa hora irrumpen los consumidores de droga al aire libre.

Con los ojos rojos y el vaho de la exhalación describiendo un hilo
zigzagueante, un hombre de piel cetrina se detiene en la oscura calle donde el
hampa se burla de las autoridades.

Cruzando la avenida un mendigo alista la cama en plena acera. En menos de 15
minutos elabora un colchón con sacos vacíos. Antes de dormirse se quita los
zapatos y se los coloca debajo del raído pulóver, sobre su pecho, “por si
alguien pretende llevárselos, me entiende”.

La oscuridad de la noche es bañada por los rayos de la luna llena que se
levanta azarosa por el oriente. De lejos llega un tropel de malas palabras que
van subiendo de tono.

- “¡No seas sabido, esa quina (5 dólares) es mía h...”, grita uno de los
integrantes de una banda de cinco asaltantes que se pelean el reparto de un
botín en plena calle Alcedo.

Los pillos se arman y dirimen sus diferencias a golpes o puñal, sin la
intervención de autoridad alguna, en calles donde la oscuridad es la reina.
Después de la gresca, confundidos entre el desfile de prostitutas de carnes
cansadas, continúan calle abajo con su tarea de asaltar a los desprevenidos.

Fieles al dicho popular de que a quien madruga Dios le ayuda, los ladrones
emprenden labores con los primeros destellos del sol. En su accionar sorprenden
a los mayoristas que acuden al mercado para comprar verduras y todo tipo de
mercancías hacia las 05:30.

Los pocos guardias privados que operan en el lugar han sido testigos de robos
que superan hasta los 600 dólares: “la presencia de la Policía Nacional o
Metropolitana es insuficiente”, sostiene Horacio, uno de los encargados de
mantener a raya a los dueños de lo ajeno.

Uno que otro residente acepta hablar por el resquicio de la puerta apenas
abierta. Hay miedo de contar lo que pasa en uno de los sectores más peligrosos
de Guayaquil.

Muchas parejas extrañan los tranquilos días de la década de los setenta, cuando
por la esquina de la Ballén y Machala se podía caminar cogido de la mano, sin
temor a ser despojado de las pertenencias.

Pero los tiempos han cambiado. Lo dice Alberto N., el guardia de seguridad que
jura no volver a pararse en una de las esquinas donde más asaltan en Guayaquil
según los organismos de seguridad.