El Pais (Madid)
Domingo, 24 de marzo de 2002

El juicio de Huber Matos

 HUBER MATOS

 'Cómo llegó la noche. Revolución y condena de un idealista cubano'.
 Tusquets Editores. Tiempo de Memoria. Matos (nacido en 1918) fue
 uno de los tres comandantes que lucharon contra la dictadura de
 Fulgencio Batista y entraron victoriosos en La Habana. Los otros dos
 fueron Fidel Castro, que acabaría haciéndose con el poder total, y
 Camilo Cienfuegos, desaparecido en un extraño accidente de
 aviación. Matos denunció el rumbo que tomaba la revolución castrista.
 Fue detenido y condenado, en un proceso irregular, a 20 años de
 cárcel, que cumplió.

 Fidel tiene el monopolio completo del juicio. Me juzgará un tribunal
 militar seleccionado por él mismo en el que todos sus miembros le son
 incondicionales. También escogió al fiscal y a los funcionarios a cargo
 de las tareas auxiliares. Tribunal, testigos, lugar y público. Pero él será
 el verdadero fiscal y también se reserva el papel de testigo acusador.
 Él ordenará la sentencia al tribunal para que la comunique
 públicamente. (...)

 Día 14 de diciembre de 1959

 Todas las noches, tarde, nos llevan de regreso al castillo de El Morro,
 nos separan y me llevan directo al calabozo. Al día siguiente, al
 mediodía, nos traen al edificio en que se nos juzga.

 Estamos ya en el cuarto día del juicio, en medio de su todavía poco
 definido curso. Los cargos contra mí han sido débiles y mal
 organizados, formulados por testigos intrascendentes que han venido
 al juicio presionados por los Castro o haciendo méritos con éstos.
 Prefiero ignorar los nombres de algunas de estas personas, mas no a
 Jorge Enrique Mendoza Reboredo y a Orestes Valera, quienes en la
 madrugada del 21 de octubre nos insultaron por la radio de
 Camagüey con los adjetivos de 'traidores', 'hijos de perra' y otras
 cosas por el estilo, provocándonos persistentemente para crear una
 situación de violencia en la ciudad que proporcionara evidencia de
 subversión. Los dos sujetos canallescos han venido a repetir sus
 acusaciones.

 Avanza la tarde. La sesión lleva varias horas de trabajo. Hay indicios
 de que Fidel se dispone a arribar a la sala del tribunal de un momento
 a otro. Instalan un micrófono para la red nacional de emisoras cubanas
 y se nota la presencia de algunos de sus escoltas. Las cosas han
 llegado a un punto delicado para el Gobierno y es necesario que
 venga Fidel a impresionar. Entra con sus guardaespaldas, no mira para
 donde estoy y comienza una extensísima perorata de varias horas.

Con poses olímpicas y sabiendo que nadie se
atreverá a contradecirlo, cuenta la historia de
mi actuación en el Ejército Rebelde,
refrescando las disputas que tuvimos en la
sierra Maestra y presentándome como un
hombre oportunista, irresponsable e ingrato.
Luego trae a colación una serie de
argumentaciones sobre la revolución y afirma
que 'la nuestra no es una revolución
 comunista. En Rusia habrán hecho una revolución comunista.
 Nosotros estamos haciendo nuestra revolución, y nuestra revolución
 es una revolución humanista, profunda y radical'.

 Las mentiras que dice ante la audiencia que colma el salón del tribunal
 me hacen salirle al paso. Su cinismo deforma los hechos. Cuenta a su
 manera algunos de los problemas que tuvimos en la sierra y relata el
 episodio de la ametralladora que Duque tenía que devolverle y que él
 creyó que yo había tomado para la Columna 9, pero lo describe
 falseando la verdad, silenciando datos y palabras; va añadiendo o
 inventando, a su conveniencia, para suplantar la verdad y exhibirme
 como un hombre carente de principios e inclinado por mi propia
 naturaleza a la traición. Me enfrento a él y a sus mentiras. En un
 momento afirma con el mayor descaro:

 -Huber Matos tuvo que retractarse.

 A lo que respondo:

 -¿Y por qué no prueba eso que acaba de decir presentando mi carta
 de respuesta? Usted ha venido con unos cuantos papeles.

 -No, esa carta no la traje; creo que se ha extraviado, no sé.

 -Es de lamentar que no la haya traído para respaldar su afirmación; no
 la trajo porque evidenciaría mi condición de hombre honesto y de
 principios, todo lo contrario de lo que usted está diciendo.

 Fidel se molesta con mis interrupciones y reclama al presidente del
 tribunal que se le respete el uso de la palabra. Pero no puede impedir
 que yo, durante su interminable diatriba, me ponga de pie una y otra
 vez y lo refute, pues más que la magnitud del castigo que me impongan
 me interesa que quede clara la verdad.

 En su argumentación, que transmiten al pueblo cubano por radio,
 insiste en presentarme como un individuo que se sumó a las fuerzas
 revolucionarias, donde todo le resultó muy fácil. Que soy más un
 aventurero que un hombre de formación ideológica. Argumenta que es
 una mentira infamante insinuar que la revolución va hacia el
 comunismo. Le resta valor a mi posición mostrándome como un
 calumniador, como un sujeto que está dándole un rótulo de marxista a
 la revolución, 'cuando es cubanísima, como las palmas'.

 En el curso de su exposición, Fidel, involuntariamente, pone al trasluz
 la farsa que es este juicio. Llama de entre el público al comandante
 Félix Duque, quien ya ha prestado declaración, para que haga otra
 diferente.

 Félix Duque fue segundo en la tropa mía y conoce bien lo sucedido en
 Camagüey, por haber estado allí un día antes de mi arresto. Su primer
 testimonio ante el tribunal corresponde a la verdad de los hechos: no
 encontró conspiración ni sedición. Fidel lo ha presionado para que lo
 cambie y lo presenta de nuevo en el juicio de forma totalmente
 arbitraria. Duque comienza con tantas mentiras que, sin hacer caso de
 los custodios, me paro y subo al estrado, voy hasta donde está
 Duque, le quito el micrófono. Quedo a pocos pasos de Fidel, que con
 un micrófono en la mano se queda sin habla. Afirmo al público que se
 falsea la verdad con el mayor descaro. Analizo una a una las mentiras
 de Duque, que me observa asustado. Es fácil poner en evidencia sus
 contradicciones. Fidel, sorprendido, reacciona con temor.

 El tribunal, al alterar las reglas de procedimiento, permitiendo que
 Fidel haga subir a Félix Duque con esta nueva declaración, pierde por
 el momento el control del juicio. Apelo a los presentes para que
 entiendan que ésta es una patraña colosal en la que se quiere destruir a
 un hombre con el artificio de una acción legal viciada por la
 inmoralidad y por el abuso de poder. ¿No es Fidel Castro quien ha
 escogido el tribunal, me acusa como testigo y, además, se permite el
 lujo de llamar a declarar a quien él quiere? ¿Cómo puede un testigo,
 en el mismo juicio, hacer dos declaraciones tan marcadamente
 opuestas? Algo inadmisible.

 Siguen los testimonios arbitrarios e ilegales. Hasta Armando Hart,
 quien en los primeros meses de la revolución en el poder me pidió que
 le ayudara a resolver su situación con los Castro, que le habían dado
 la espalda, viene de atrás del auditorio, donde están los tramoyistas.
 Habla ante el tribunal sin que nadie lo haya autorizado a prestar
 declaración. Me acusa sin ser testigo del caso. También sin ser testigo
 irrumpe en la sala el capitán Suárez Gayol, iba decir necedades ante el
 tribunal. El juicio se vuelve un espectáculo de circo romano. Es el jefe
 del Gobierno quien ha provocado este desorden.

 Fidel retoma la palabra y habla hasta muy tarde de la noche. Le
 interrumpo más de cincuenta veces para poner las cosas en su lugar
 cada vez que dice una mentira o presenta un asunto de manera
 tergiversada o capciosa, con su acostumbrado cinismo. Está molesto;
 no me importa. Me importa la verdad a cualquier precio.

 Con su séquito, Fidel abandona el salón. La oficialidad que conforma
 el público cree que la sesión ha terminado y que continuará al día
 siguiente. Los miembros del tribunal toman parte en el juego porque se
 retiran de la sala, dando también la impresión de que la vista ha
 concluido y que continuará al día siguiente. No dicen nada y el público
 se va. El recinto queda prácticamente vacío. Permanecemos en él los
 acusados, los hombres de la seguridad militar que nos vigilan y
 nuestros familiares, que por lo general no se retiran hasta que nos
 llevan de regreso al castillo de El Morro.

 Después de unas dos horas, como a la una y media de la mañana,
 vuelve el tribunal. El juicio va a continuar. El ardid les sale bien a los
 Castro. Indudablemente, la oportunidad de hablar antes de que se
 dicte la sentencia la voy a tener ante un salón desierto. Expondré mi
 defensa una vez que el fiscal termine con su exposición, que resumirá
 con la petición de la pena de muerte.

 El fiscal habla durante dos horas, alargando de forma deliberada su
 exposición. Una forma más de irnos agotando física y psíquicamente.
 Estamos sentados desde las doce del mediodía de ayer y hemos
 pasado más de catorce horas continuas y agobiadoras, que en el
 banquillo de los acusados son unas cuantas.

 Hace uso de la palabra mi abogado. Con precisión de jurista
 experimentado emplea menos de una hora en reducir a nada la
 pomposa retórica del fiscal Serguera. Analiza los cargos y deja al
 descubierto su inconsistencia y la carencia total de fundamentación.

 -El tribunal puede pensar lo que quiera. Lo cierto es que no se ha
 podido demostrar ninguna de las dos acusaciones: ni traición ni
 sedición. Mucha hojarasca retórica y ninguna prueba concreta,
 ¡ninguna!

 Termina diciendo:

 -En el curso de este juicio se ha hecho evidente que mi defendido es
 inocente. Solicito del tribunal el veredicto absolutorio que en justicia le
 corresponde.

 Hablan a continuación los otros dos abogados que tienen a su cargo la
 defensa de mis compañeros de causa. Uno de ellos es oficial de las
 fuerzas armadas y actúa como abogado de oficio. Contrariamente a lo
 que pensábamos, hace un papel brillante y corajudo, enfrentándose al
 fiscal con argumentos irrebatibles y entera valentía.

 Nos impresiona su valor, y comentamos: 'Inevitablemente, lo
 despiden, y suerte si no lo meten preso'.

 A las cinco de la mañana, el presidente del tribunal dice que se va a
 dictar sentencia y pregunta si alguno de los acusados tiene algo que
 decir.

 Tengo mucho que decir. Dirijo una mirada a mis familiares, cuyos
 rostros expresan claramente su cansancio, aunque en ellos hay una
 admirable entereza. Reconstruyo los hechos tratando de ser lo más fiel
 posible a la realidad. Uno a uno desmenuzo los cargos que se me
 imputan, con autenticidad y respeto a la verdad.

 Puntualizo las conclusiones:

 -No hay traición. He sido y soy fiel a mi
 patria. He servido lealmente a la revolución, y
 es mi lealtad a la revolución y el amor a mi
 patria lo que me llevan a reclamar,
 persuasivamente, primero, y por último, con
 mi renuncia, que no se suplante el programa
 democrático y humanista de la revolución.

 No hay sedición, pues no se ha hecho ningún planteamiento para
 subvertir el orden, ni existe un propósito ni un hecho para crear
 violencia. La provocación a la violencia vino de la parte oficial de
 manera muy notoria. Además, este juicio es ilegal, porque Fidel
 Castro, en su función de primer ministro y comandante en jefe, tiene
 de su parte el tribunal y concurre como testigo acusador. ¿Qué tipo de
 justicia es ésta? Hay algo más que señalar como violación flagrante
 que invalida este proceso judicial desde su inicio. Cinco días después
 de mi arresto, y encontrándome incomunicado en un miserable
 calabozo, Fidel Castro, usando su autoridad de gobernante y su
 enorme influencia, me hizo condenar a muerte en un acto público en el
 que cientos de miles de cubanos, a instancias suyas, levantaron el
 brazo aprobando mi fusilamiento sin tomar en cuenta mi derecho a ser
 escuchado. Este juicio es una farsa inmoral desde el comienzo y
 deploro que mis compañeros de armas que integran el tribunal se vean
 comprometidos en el desempeño de una función que no conlleva ni
 orgullo ni honra.

 Acabo señalando lo que ya había reiterado en mis declaraciones
 previas: si es necesario entregar mi vida para que se concreten en
 hechos todas esas cosas hermosas que la revolución ha prometido,
 estoy dispuesto a darla en bien de mi patria y de mi pueblo. 'Estoy
 convencido de que en el sacrificio de los hombres está el camino que
 conduce a los pueblos a la victoria'.

 El teniente Dionisio Suárez habla en representación de mis
 compañeros y lo hace muy bien, con nitidez y elocuencia.

 Termina la sesión a las siete de la mañana sin que se dicte la sentencia.
 Nos sacan del edificio, y cuando vamos a tomar los vehículos que nos
 llevarán al castillo de El Morro, una claqué de diez o más militares
 grita: '¡Paredón! ¡Paredón! ¡Paredón!'... Un estribillo trágico que
 repiten y repiten para romperle los nervios a los acusados. Otra
 agresión de las tantas que han puesto en función los hermanos Castro.

 A estas alturas poco me importan el rencor o las pasiones personales.
 Soy un hombre en el momento más crucial de su existencia. Paso
 frente a ese grupo hostil y los miro con total indiferencia. Los que no
 claudican han de estar siempre preparados para pagar el precio que
 las circunstancias demanden.

 Nos llevan de regreso a El Morro. Llegamos como a las nueve de la
 mañana. Hemos pasado veinte horas ante el tribunal y necesitamos
 reponernos un poco para regresar esta tarde y escuchar la sentencia.

 Todo lo que tenía que decir está dicho. He analizado previamente la
 perspectiva del fusilamiento y me siento preparado para esa
 eventualidad, aun cuando soy consciente de que hemos ganado el
 juicio. Aunque sé que esto no significa mucho.

 Día 15 de diciembre de 1959

 A las cuatro de la tarde nos regresan al tribunal. En los momentos
 previos a esta última sesión hablo con mi esposa, que se acerca tan
 llena de dolor como de secreta esperanza. Ella presenció en las horas
 de la mañana aquel insistente '¡Paredón! ¡Paredón! ¡Paredón!'..., que
 un pequeño grupo profirió ante las puertas del edificio donde nos
 encontrábamos. Eso la quebró un poco, pero ha tenido la capacidad
 de reponerse.

 -Huber, te van a fusilar porque te has portado como el hombre íntegro
 que eres.

 -Sí, quieren fusilarme, pero Fidel debe de tener sus dudas. Acuérdate
 de que detrás de toda su pantalla es un cobarde, y las cosas no le han
 salido como esperaba. Sé lo que está pensando. Sabe que hay mucha
 gente en el ejército que me apoya, y si me fusila alguno puede tratar
 de cobrárselo. Él le tiene horror a un atentado; es su obsesión.

 -Pero él no puede perdonar que lo hayas descalificado delante de
 todo el ejército; Raúl estaba fuera de sí. Tú sabes que si te condenan a
 muerte ésta será la última vez que nos veremos, de aquí te llevarán
 directo al paredón.

 -Lo sé, tú y yo hemos estado juntos en todo esto, me has respaldado
 siempre. Lo más importante son nuestros hijos, y tú los podrás sacar
 adelante. Allá, yo te seguiré queriendo, y después de esta vida nos
 volveremos a ver. Te esperaré.

 Pendemos de un hilo sobre el abismo. Minutos después abren la
 sesión en la que se dictará sentencia. Los Castro, poseídos por una
 pasión enfermiza, quieren verme caer ante el pelotón de fusilamiento y
 terminar para siempre conmigo.

 -Pónganse de pie los acusados, el tribunal va a dictar sentencia.

 Escucho estas palabras y me levanto del banquillo. Por mi mente pasa
 la idea de que cuando enfrente el pelotón de fusilamiento les voy a dar
 a mis enemigos un último ejemplo de lealtad a mis convicciones.

 -Huber Matos: veinte años de cárcel.

 En este momento, cuando sé cuál es mi condena, siento la inefable
 sensación del individuo que cree en su muerte inmediata y se entera de
 que seguirá viviendo. Esto, indudablemente, es bien recibido por la
 naturaleza humana, que en todos los casos quiere sobrevivir.
 Intercambio miradas de comprensión y solidaridad con mis
 compañeros de causa. Atravieso por un sinfín de estados
 emocionales, imaginándome a la vez la alegría que cubre interiormente
 a los míos. Vuelvo mi rostro hacia mi esposa, mi padre y mi hijo. Nos
 miramos, reconociendo en nuestras pupilas un brillo que señala una
 inesperada puerta al futuro, aun en la condición de prisionero por
 largos años en que me encontraré a partir de ahora.