El Renuevo

Carlos Montenegro

Hasta que el niño, epilépticamente aterrorizado, hundió su exiguo cuerpecito de cinco años en la pared de la yagua, casi perforada por la agudeza de los codos infantiles, la madre no cesó de mostrarle la calavera del chivo, el ruido de cuyas quijadas, sonoro y hueco, llenaba de espanto a la criatura.

¡Asina callarás, rabuja!

El sol, enorme en el poniente, bañaba de dorados reflejos las altas planicies de Oriente. A veinte cordeles del bohío, «a la voz de un montero», como de azogue —hilo de plata en lo gris de la montaña—, serpenteaba el río de aguas que no se debían beber. Dos cabras salvajes, suicidas, se lanzaron a un precipicio, huidoras del guajiro que en una mano el «relámpago» y en la otra el sombrero de guano, los zarandeaba haciendo el postrer saludo a la compañera, quien no hallando cosa mejor, le respondía con la osamenta disciplinaria con que poco antes aplacara los chillidos insólitos del vástago, que tornaron a oírse de nuevo, silenciosamente lamentables.

—¡Entoavía, rebijío!

Fue a penetrar en el bohío, pero notando que sólo le restaba la luz del crepúsculo, optó por acabar de encerrar el ganado:

—¡Andale, Perlafina! Y tú, Grano de Oro, que bastante jolgasteis hoy despegados del surco!

Cuando la última res, con un ligero trote y amplios meneos de cola, penetró en el establo, bajo la talanquera, y echando una mirada final al recodo tras el que se había dejado de ver su hombre, que marchaba en busca de la guerrilla, penetró en el bohío, solitario como un centinela de avanzada.

Afuera quedaron las palmas moviendo las crestas, prolongando el adiós.

La criatura, con los ojos desmesuradametne abiertos, vio entrar a la madre, y notándole las manos vacías, ensayó unos lamentos:

—¡Chillas porque no truje la huesa, carijo; eres más malo que una sacaúra e muelas!

El muchacho, azorado ante la actitud de la madre, rogaba:

—Mira, mamita, mira...

Y mostró la pierna endeble, aprisionada bajo el acero del arado en desuso. Entonces la madre vio la sangre. La madre, sola, vio la sangre de su hijo por primera vez y la ancha herida hasta el hueso, y desalada gritó.

Gritó corriendo como loca, mientras la criatura, ante la perspectiva del castigo, incomprensiva por el miedo, sintió ya sobre su cabeza el sonoro y horripilante crujido de las fauces de la osamenta.

La madre, abierta a las primeras sombras de la noche, bajo las palmas que como antes dijeron adiós ahora llamaban, gritaba, gritaba. Gritaba a la soledad de las altas planicies de Oriente; lejos de todo ser humano, lejos del esposo que andaría ahora, amo de las maniguas, comandando la guerrilla de patriotas.

—¡Naiden!

Ni uno de aquellos forasteros que de tiempo en tiempo solían cruzar por allí perdidos, y a los cuales, cumpliendo con un deber que se habían impuesto de generación en generación los habitantes del bohío, les endilgaba, salmodiando pintorescamente, el consejo salvador de los «estógamos»:

—Ahí alantrico, al cantío de un gallo, se topará con el río que da a los estantinos maleza, sarteos y perpitaciones; no beba de su agua, señor.

—¡Naiden, Virgen de la Caridad del Cobre!

Ni un forastero. Sufrió, aumentando su dolor, el remordimiento.

—¡La huesa! Fue por la huesa y yo que no lo vide, no lo vide!

Y repitió una vez más, acompañada por el aullido de Trabuco, el perro guardián:

—¡Y yo que no lo vide!

De súbito pensó que el hijo se le desangraba y corrió al establo. Bajo las miradas impasibles, nulas, de las reses, recogió un montón de estiércol, y ya ante el hijo, restriñéndole la sangre con el emplasto guajiro, indagó llorosa, humildemente:

—¿Mi jijo, fue por la huesa, no?

La criatura, de grandes ojos inteligentes, tristes, calló como si comprendiese.

Y a los cinco días, cuando llegó el padre, la piernecita del niño, como el queso casero cuando se pone malo, tenía gusanos.

El sol, en el cenit, calcinaba las altas planicies de Oriente; el río de aguas que no se debían beber, rebrillando a trechos, se diluía en la montaña que la claridad superlativa tornaba de plata; las cabras salvajes, resucitadas, sobre un agudo picacho, se destacaban limpiamente en el blanco-azul del cielo inconcebible; los bueyes de miradas parsimoniosas, impasibles, nulas, se sacudían los flancos con las colas; Trabuco, el perro vigilador, daba mordidas al aire pretendiendo atrapar las moscas insistentes, mientras el guajiro patriota, bajo las palmas de crestas inmóviles, afilaba el viejo machete de trabajo y combate.

—¡Hay que mocharla!

Acabó la faena y, fingiendo una resolución que negaba y engrandecía la palidez de su semblante, se acercó al chiquillo:

—Mira, mi jijo, con el desmoche, el palo retoña más fornío.

Y añadió con un temblor de labios, pasando la yema del dedo por el filo del calabozo:

—Tu taita va a mocharte la patica ahora que eres vejigo para que te retoñe sin maleza, ¿sabes?

El muchacho de grandes ojos inteligentes, tristes, asintió con la cabeza como si comprendiese, en tanto la madre, por los rincones del bohío, hacía acopio de telarañas.