La Isla del Dr. Castro

El mercado negro

Una forma sutil del régimen para ejercer el control político

CORINNE CUMERLATO y DENIS ROUSSEAU
© EDITIONS STOCK, 2000

Sin el mercado negro, los cubanos no lograrían sostenerse. "Es una fuente de vida, un cordón
umbilical", reconoce Laura mientras compra leche en polvo para su hija que acaba de cumplir ocho
años y ya no tiene derecho a la ración mensual a precio subvencionado. Si tuviera que comprarla en
el supermercado, gastaría la mitad de su salario ($5.80 el kilogramo).

En la calle, es mucho más accesible. El mercado negro no surgió súbitamente en el momento del
Período especial en tiempos de Paz decretado por Fidel Castro al día siguiente de la desaparición del
muro de Berlín.

Todos juran por lo más sagrado que fueron los propios soviéticos los que introdujeron en la isla
ese comercio poco ortodoxo. Pero para paliar la penuria y las insuficiencias del mercado estatal,
los cubanos desarrollaron rápidamente un gran sentido para resolver sus problemas. Hombres,
mujeres, niños, de todas las edades, de todo color, recorren las ciudades y los campos en su bicicleta
a la que le han adosado una caja plástica que muchas veces contiene tesoros insospechados.
Discretos, pero sin precauciones excesivas, van de puerta en puerta, toman nota de los pedidos de
cada familia, proponen los productos que tienen en el almacén y revenden al
detalle lo que desvían de los almacenes del estado.

En el mercado negro se encuentra de todo. Artículos alimentarios, pero también pintura,
alcohol, herramientas, piezas de repuesto, material de computación... Incluso hasta
accesos piratas a la Internet, revendidos a $30.00 al mes en vez de los $260 que cobran
los suministradores autorizados. La maniobra es muy sencilla: un empleado del
suministrador de acceso le dice cuál es el login y la palabra clave de conexión de un
abonado oficial que, por su parte, se desesperará de no poder conectarse durante
largas horas a pesar de haber pagado el acceso a la web, que sin duda alguna es el
más caro del mundo. Con un poco de paciencia, y una buena red de amigos
para encontrar el contacto capaz de obtener lo que uno quiere, más temprano
que tarde el negocio se realiza, cualquiera que éste sea... Los precios en
práctica son por supuesto más caros que los del mercado subvencionado, pero,
a cambio, mucho más ventajosos (inferiores en un 30 por ciento
aproximadamente) que los del mercado en dólares.

Este tráfico ha adquirido una amplitud tal que demuestra sin lugar a dudas la
perversidad de un régimen que ha reducido a sus ciudadanos a las situaciones
más extremas. ``El Estado nos convierte en ladrones'', admite sin vergüenza
alguna un artesano carpintero que no puede obtener en el mercado en pesos los
suministros que necesita para su trabajo. Como él, la mayoría de los cubanos,
remunerados en pesos y por lo tanto imposibilitados de obtener mercancías que
se venden únicamente en dólares, se pagan ellos mismos a su manera, y ésa
es su forma de venganza.

Esa es la razón principal del apego, a primera vista incomprensible, manifestado
por los cubanos por sus empleos tan mal pagados. Un trabajo es, ante todo, una
posibilidad de aprovisionarse, primero directamente o desviando, y estableciendo
después una red de comercialización y de intercambio. Un alto empleado de
Havana Club, la filial de ron cubano de Pernod-Ricard, contó el descubrimiento
hecho por casualidad de un tráfico a la salida de una destilería. A un guardián le
habían despertado sospecha los salideros de líquido en una bicicleta: pues bien,
los obreros llenaban de alcohol todo el marco metálico de sus bicicletas. ¡Al
parecer esas armazones pueden contener varios litros de ron! Los
procedimientos no siempre son tan ingeniosos, aunque siempre tienen una nota
de ingenio: un agujero hecho en el techo de una cervecería en La Habana, por
donde se sacaban los barriles de cerveza, o camiones de productos alimentarios
asaltados por bandidos en bicicleta. El gerente europeo de un gran hotel nos
confió: ``Estamos convencidos de que se llevan dinero gracias a una
manipulación del sistema de computación: pero hasta ahora no hemos podido
descubrir cómo lo hacen...''.

Según un estudio llevado a cabo en 1997 por el ministerio de Economía y
Planificación, el mercado negro absorbía el 26 por ciento de los gastos familiares
contra el 24 por ciento en las bodegas del estado, 10 por ciento en las tiendas
en dólares y 40 por ciento en el mercado campesino. Según el Financial Times,
el peso de esta economía subterránea sería de hecho dos veces más importante
que el de la economía legal. Las autoridades cubanas no ocultan que el alcance
del fenómeno amenaza con comprometer los esfuerzos de recuperación llevados
a cabo en las empresas del Estado, en las que tratan de imponer serios
controles y de formar sus cuadros con una conducta más rigurosa.

Peor todavía, el Partido ve, no sin razón, que
esos tráficos minan los fundamentos de la ética
revolucionaria, y lanzan la responsabilidad del
mismo sobre sus enemigos tradicionales. ``Los
yanquis y los contrarrevolucionarios centran sus
principales esperanzas en esos engendros
convencidos de que después de haber devorado
a la URSS... nos arrastrarán a la
desmoralización'', denuncia el sindicato oficial, la
Central de Trabajadores de Cuba (CTC). El
cubano de la calle, por su parte, no se deja
convencer. El sabe perfectamente que las
jerarquías del régimen están al abrigo de las
penurias porque disfrutan de ventajas materiales,
de fuentes de aprovisionamiento y de servicios privilegiados. Con un gran
pragmatismo, él simplemente ha adaptado su lenguaje a las reglas de la
decencia revolucionaria. La palabra ladrón desaparece prudentemente del
vocabulario corriente. El revendedor se convierte en bisnero, adaptación local de
businessman, si bien de un tipo muy particular. El comprador, por su parte, se
define como el que tiene que ``resolver''. ``Quien roba a ladrón (entiéndase el
Estado), tiene cien años de perdón'', reza un dicho popular.

Sin embargo, la ética revolucionaria no es la única que sufre por el comercio
ilícito. La salud de los cubanos también. Los refrescos son gasificados con nieve
carbónica de extinguidores de incendio; se le aplica un toque de perfume a la
tapa de barras desodorantes fabricadas con productos totalmente
indeterminados. Las pizzas se meten en el horno cubiertas con preservativos
molidos, como si fueran queso. Las frituras son condimentadas con insecticidas
mortales... ``En el mercado negro se venden productos industriales, medicinas,
material médico, piezas de repuesto para equipos electrodomésticos o
automóviles que son imposibles de fabricar por medios artesanales'', declaraba
en marzo de 1977 el semanario Tribuna, que se felicitaba por el
desmantelamiento de cuarenta y seis depósitos clandestinos, seis fábricas
ilegales de utensilios de plástico y dos talleres de quincallería.

A pesar de las reiteradas amenazas de sanción, de llamados a la movilización
de los Comités de Defensa de la Revolución para controlar el fenómeno en los
barrios, el régimen tolera esos tráficos que sirven de válvula de escape a la
tensión social que las escaseces pudieran engendrar. Permite también ejercer
una forma sutil de control político, cerrando los ojos cuando le conviene,
reprimiendo al individuo que trabaja ilegalmente en el mismo momento en que
éste manifieste demasiado abiertamente su descontento. De esta manera se ha
instaurado una especie de pacto tácito. La impunidad a cambio de una
colaboración de fachada con el régimen.

La pesadilla del agua y de los cortes de electricidad

Pero no basta con regresar a la casa después de haber conseguido
trabajosamente un poco de arroz o de garbanzos para preparar la comida. Hace
falta que, a la hora de cocinar, haya un poco de agua, gas, electricidad o luz
brillante para el fogón... La historia se repite... ``La falta de agua y electricidad
marca como un reloj fatal las horas de nuestra vida cotidiana'', denuncia un
editorial de la revista católica Vitral. ``Todos debemos vivir como suspendidos de
un hilo, para saber si hoy llegó el agua o si no han cortado la electricidad''.

Hubo un tiempo -por supuesto muy lejano, antes de la revolución- en que La Habana
estaba orgullosa de su acueducto, uno de los primeros y más modernos de América Latina.
Los recursos naturales de agua dulce eran abundantes, estiman los especialistas del
Instituto Nacional de Recursos Hidrológicos. Con 13,200 millones de metros cúbicos
existentes, las necesidades actuales podrían estar ampliamente cubiertas. Pero no es así.
En el mejor de los casos, el agua llega a las cisternas de las casas un día sí y otro no. El
50 por ciento del agua bombeada en los lagos artificiales o en los mantos freáticos se
pierde durante su traslado debido al estado catastrófico de las canalizaciones. El 80 por
ciento de la red nacional necesita reparaciones. Resultado, en este país tropical donde se
suda desde la mañana, la ducha se convierte en un lujo a pesar de los barriles, palanganas,
tanques y tuberías caseras que se amontonan en azoteas, pasillos y escaleras.

En cuanto al gas de cocina, la situación es igualmente mala. Las amas de casa
de La Habana tienen la costumbre de dejar las llaves del gas abiertas todo el
tiempo: el silbido del gas les avisa de que pueden empezar a cocinar. Una
explosión, de vez en cuando, también indica que se esperó demasiado...

Los cortes de electricidad, por su parte, son en principio planificados según un
calendario publicado cada semana en la prensa local. Estos cortes son
destinados a ahorrar el combustible que hace funcionar las centrales
termoeléctricas. Con la misma idea de ahorrar energía, a los cubanos les está
prohibida la compra de planchas, calentadores eléctricos o equipos de aire
acondicionado.

Según el día de la semana, los diferentes barrios de las ciudades se sumergen
por turno en la oscuridad durante tres o cuatro horas seguidas. Los
refrigeradores se paran, no hay agua fría, no funcionan los ventiladores, el tufo
húmedo de los trópicos se aferra a los cuerpos y los espíritus agotados. Las
calles llenas de baches, recorridas por ciclistas sin luces, y peatones
fantasmas, se convierten en otras tantas trampas para el automovilista sin
experiencia. De cuando en cuando, en los barrios residenciales, las luces
señalan las casas de los privilegiados -extranjeros o dirigentes- que disponen de
una planta eléctrica. El apagón se ha convertido en un miembro más de la
familia cubana, del que se habla cada mañana con el vecino. Porque además de
los apagones programados, también se producen ``sorpresas'' según las averías
diversas y variadas que no dejan de ocurrir en la red o en las centrales donde la
mayoría de los equipos provienen de la ex URSS o de la antigua
Checoslovaquia. En octubre de 1999, en algunos barrios de La Habana hubo
cortes de electricidad de seis horas seguidas... En ocasiones, la corriente se iba
de forma intermitente: cuatro horas por la mañana, tres horas al mediodía, y dos
horas por la noche. Suficiente para desesperar a cualquiera. No obstante, las
autoridades afirman que para el verano del 2000 los cortes de electricidad
programados deben desaparecer.

A nadie se le ha olvidado los apagones interminables -hasta de 20 horas- del
verano de 1993. La mitad de la población, obligada a dormir en la calle en busca
de un poco de fresco porque los apartamentos se convierten en verdaderos
saunas, estuvo a punto de volverse loca. Los cortes de electricidad eran tan
numerosos y seguidos que los cubanos ya no hablaban de apagones, sino de
alumbrones... ``En esa época'', escribe el corresponsal mexicano Homero
Campa, ``la crisis fue tal que parecía que la capacidad de resistencia de la
población estaba a punto de agotarse y el gobierno a punto de ser derrocado...''.
El régimen no ha olvidado la lección. Desde entonces, dosifica sabiamente los
inevitables apagones según las temporadas y los acontecimientos nacionales.
En general, los cortes son menos frecuentes y menos duraderos durante los
meses más calientes, y tampoco se va la luz cuando el presidente cubano
recibe a invitados de categoría, como durante la Cumbre Iberoamericana de La
Habana en noviembre de 1999.

El transporte: a pie, a caballo, o en bicicleta

El vehículo motorizado, ya se trate de un Lada sin aire acondicionado o una
simple motocicleta con un sidecar, es un lujo reservado a los buenos soldados
del socialismo. Ni pensar en comprar un automóvil -de segunda mano, por
supuesto; los autos nuevos son inaccesibles- sin autorización previa de las
autoridades. Los cuadros del Partido o de las sociedades mixtas disfrutan de la
ventaja incomparable de tener un vehículo de trabajo y cupones para la gasolina.
Para los demás queda el autobús, la bicicleta, o la botella, versión local del
auto-stop. El carretón de caballos vuelve a revivir: carretones con bancos
adosados llevan a las familias hacia las playas de La Habana los fines de
semana y hacen las veces de minubús en los barrios de la capital y en las
provincias.

Durante los últimos diez años se han distribuido más de un millón de bicicletas
para paliar la grave crisis del transporte. El propio Fidel Castro le ha dedicado un
elogio muy personal: ``La revolución es como la bicicleta, ¡tiene frenos pero no
marcha atrás!''. En Cuba, tampoco tiene luces ni cambio de velocidades.
Importada de China, y después ensamblada en Cuba, de un peso muy
hiperrealista socialista, la pequeña reina se convierte, si es necesario, en el
medio de transporte familiar. No es raro cruzarse con una bicicleta en la que van
un matrimonio y sus dos niños...

El mal estado de las calles, la falta de iluminación urbana y la imprudencia de
los ciclistas que se enganchan a los camiones y guaguas, son la razón de
numerosos accidentes. Según las estadísticas oficiales, constituyen las
principales causas de un tercio de los accidentes mortales que se producen en
el país. En el primer semestre de 1999, treinta y cinco ciclistas resultaron
muertos en la carretera y muchos miles fueron víctimas de accidentes de menor
magnitud.

Si bien presentan menos riesgos, los transportes en común son muy aleatorios.
La Dirección Provincial de Transportes de La Habana enumeró en Tribuna del 13
de diciembre de 1998 algunos de los problemas que hacen que los viajes en
autobús sean tan difíciles: de los 500 autobuses existentes, 300 no podían
funcionar por falta de piezas de repuesto. De los 70,000 litros de combustible
necesarios cada día para el funcionamiento de los autobuses, regularmente
faltan 20,000. De los cincuenta itinerarios creados, el servicio efectuado sólo
cubre entre el 45 y el 79 por ciento de lo previsto.

Así pues, el cuadro es: una espera interminable y un trayecto difícil para el
desgraciado pasajero que no tiene otra opción que tomar el autobús.

De unos treinta metros de extensión, capaces de transportar a unas trescientas
personas a la vez, el autobús habanero, bautizado con el nombre de ``camello''
debido a las dos jorobas que recubren los ejes del semi-remolque que lo
arrastra, se ha ganado un puesto en la picardía popular de los cubanos. El
trayecto en ``camello'' merece, según los cubanos, la misma advertencia que
difunde la televisión pública antes de la película del sábado por la noche:
``Atención: escenas de violencia, sexo y lenguaje de adultos''.

Por lo duro de las condiciones del transporte, los cubanos han reducido sus
desplazamientos a lo estrictamente necesario y apenas salen de sus barrios.
``Ni siquiera tenemos fuerza para ir al cine'', dijo Raquel, que todos los días tiene
que tomar la guagua para ir de Santos Suárez, donde vive, a su trabajo en el
barrio Playa... ``El otro día paseé con mi marido por el Malecón: fue como si
hubiésemos ido a Venecia'', dijo sonriente. ``Hacía años que no pasábamos por
allí''.

Ir de una ciudad a otra es una verdadera proeza. Calixto, un muchacho cubano,
llamado de urgencia para que fuera junto a su madre a punto de morir en Sancti
Spiritus, en pleno centro del país (350 kms. al este de La Habana) necesitó
cuarenta y ocho horas para llegar allí en autobús. Y ni qué decir que siempre
tuvo la prioridad debido a la circunstancia excepcional de la gravedad de su
madre.

La práctica corriente aconseja sacar el boleto con unos quince días de
anticipación, si uno quiere tener la suerte de salir el día previsto (en esto
también, el mercado negro puede hacer milagros). Ni la hora ni el día de salida
están garantizados. El tráfico ferroviario es muy escaso y a muchas ciudades de
provincia el ferrocarril sólo llega una o dos veces por semana. Queda el
auto-stop, horas y horas de espera en los cruces de las vías importantes.
Ancianos, hombres, mujeres, niños, bebés, esperan pacientemente bajo el
fuerte sol. Fuera de la capital, los vehículos que circulan son poco numerosos:
autobuses y autos de turistas, algunos camiones y Ladas de empresas
estatales o de administraciones públicas. Estos últimos deben detenerse
obligatoriamente cuando un funcionario vestido de amarillo, ubicado en cada
cruce estratégico, les hace señales para que lleven uno o más pasajeros de los
que allí esperan.

Pero generalmente, la gente se amontona en las plataformas de los pocos
camiones que recorren las destruidas carreteras. A veces, una vaca errante se
atraviesa delante del vehículo: se produce el choque. En 1999, sin contar autos y
camiones, nueve buses interprovinciales chocaron con animales en la vía, según
dan a conocer estadísticas oficiales.

Algunos aseguran que los animales son azorados hacia la carretera por los
campesinos, que de esa manera pueden desollar al animal que de otra forma no
tendrían derecho a tocar, aunque fuesen los dueños del mismo.

Vivir cada día en esta isla del socialismo tropical, es llevar a cabo una verdadera
guerra de guerrilla contra la adversidad. El menor gesto anodino, la menor
gestión, la menor necesidad vital -comer, alumbrarse, curarse- se ha convertido
en una misión de combatiente. El alojamiento es uno de los puntos más negros
de esta infernal lucha por la supervivencia.